Hola, ¿Cómo va la vida? Espero que todo esté marchando de maravilla.

En estos momentos, estoy disfrutando de un té de jengibre con limón y preparando mi nueva Conferencia Vivencial basada en mi próximo libro, que estaré presentando y publicando a mediados del próximo semestre.

Justo mientras desarrollaba uno de los temas, recordaba algunas experiencias que me han marcado de forma positiva.

Una de las que llegó más rápido a mi mente fue mi primer empleo. Muy pocas personas saben esto, pero comencé mi vida laboral de manera «formal» a los catorce años de edad.

Entré a trabajar a un campamento de verano. Recuerdo que las contrataciones se realizaban por semana y a mí sólo me habían solicitado para apoyarles por quince días.

La paga era poca, pero en ese tiempo era una fortuna para mí. Era tanto lo que yo disfrutaba lo que hacía, que al final del tiempo pactado, me acerqué con la Lic. Martha, quien dirigía el campamento en ese entonces, para pedirle la oportunidad de seguir trabajando aunque no me pagaran un centavo.

En ningún momento condicioné mi entrega, esfuerzo ni pasión por si me iban a pagar o no, simplemente hice lo que en ese momento (y en esos años) me dictaba mi corazón.

Cuál fue mi sorpresa que al final de las dos semanas, la licenciada me mandó llamar, para darme la noticia de que aunque se había acordado que no iba a recibir nada a cambio de mi trabajo, gracias al entusiasmo que le puse y a los resultados obtenidos habían decidido de cualquier manera pagar mi sueldo.

Eso no fue lo más importante. Lo que me impactó fueron las palabras que ella me dejó: «David, que nunca se te olvide que cuando entras a cualquier empleo, lo que importa no es lo que la empresa te promete o espera de ti, si no lo que tú haces con ese trabajo, la pasión que le pones y el hacer las cosas precisamente como si no te fueran a pagar un centavo».

Nunca olvidaré esa lección. Hoy, que me he dedicado a investigar cómo influye la felicidad en las organizaciones, puedo voltear hacia atrás, y seguir afirmando que efectivamente lo que hace valioso a un empleo no es la dinámica que el trabajo implica, sino la persona que lo realiza. No digo que la justa remuneración no sea importante, pero también hay otras variables que muchas veces dejamos de lado.

Los empleados felices no se hacen por el shampoo de cariño del jefe, el estilo de trabajo tipo Google, por el aumento de salario o las múltiples prestaciones. Influye, sí, pero lo que hace la diferencia es la capacidad de gestionar adaptativamente nuestras emociones.

¿De qué sirve ponerte en charola de plata un buen sueldo, un jefe amable, días de vacaciones, premios por resultados, si ni siquiera estarás convencido y enamorado de lo que estás haciendo?

¿Disfrutas lo que haces o sobrevives a expensas de otros?

El cambio siempre es de adentro hacia afuera. Pregúntate si hay alguna emoción tóxica (rencor, odio, enojo, frustración, envidia, control, miedo) que esté contaminándote tanto que ni siquiera te da libertad para dar lo mejor de ti en tu empleo.

Dejemos de señalar culpables. La felicidad en nuestro trabajo es posible, cuando nos hagamos responsables de lo que nos toca.

Mi Carrito0
Aún no agregaste productos.
Seguir viendo
0